En teoría, según el Corán, está prohibido prestar dinero recibiendo a cambio un interés. Sin embargo, los países musulmanes están llenos de grandes bancos que se basan por definición en el crecimiento del capital. ¿Cómo se explica esta contradicción que no crea problemas de conciencia entre los islámicos?
De las lecturas cotidianas de libros y periódicos extraemos apuntes y fichas que vamos metiendo en alguna carpeta. De vez en cuando aprovechamos ese material para un artículo con una serie de apuntes rápidos sobre diversos temas, que resulta menos aburrido.
Encontramos, por ejemplo, algún recorte sobre el Islam. O aquel que tomamos de un periódico económico sobre el país que nosotros llamamos Malasia, y que ahora tiene el nombre de Malaysia. Por aquellos lugares aún está vigente la sharia, la ley civil basada en el Corán, y así, el sistema económico debe rendir cuentas con el hecho de que por aquel sagrado texto se puede prestar dinero, pero no se puede recibir un interés. Como buena parte de las prescripciones coránicas, también ésta reflexiona sobre las condiciones de una antigua sociedad de nómadas, donde la rudimentaria economía no preveía la circulación del dinero, o la registraba de una manera reducidísima.
Una gigantesca hipocresía
De este modo, en los países islámicos que quieren conformarse con la palabra de Alá, transmitida por Mahoma, no deberían existir los bancos, basados por definición en el crédito y el débito, y por tanto en el crecimiento del capital. Todos saben, en cambio, que el mundo musulmán es una gran potencia financiera, con bancos y aseguradoras entre las más poderosas y ricas del mundo. A esto se ha llegado por un sistema basado en una gigantesca hipocresía. La palabra puede sonar desagradable, pero corresponde a la realidad.
Muchos son los sistemas para fingir que se respeta el Corán y al mismo tiempo respetar las leyes del provecho. Hay bancos árabes, por ejemplo, en los que se invierten millones de dólares y cuyos propietarios no reciben, oficialmente, ningún interés. Cada año, en cambio, la institución otorga, curiosamente, una serie de «regalos» a sus clientes: es decir, los intereses se entregan bajo la apariencia de regalos. Naturalmente, para evitar sorpresas por parte de los bancos, la entidad de aquellos «regalos» está establecida por contrato. Así, la ganancia es la misma que obtendrían los «infieles» como los cristianos o los hebreos, pero la letra de la ley musulmana es respetada. Leemos ahora en el mismo diario económico que el Gobierno malasio ha bajado directamente al campo y con la ayuda de expertos financieros americanos ha creado un nuevo sistema. Un ingenio mercantil bastante complejo, a través del cual, en síntesis, el Gobierno cede terrenos y bienes inmuebles a sociedades que él mismo ha creado, y en las cuales invierten capitalistas internacionales o islámicos. Al final, todos recibirán intereses, pero formalmente, son «alquileres», reconocidos como no pecaminosos por los teólogos.
Todo esto no crea ningún problema de conciencia entre los musulmanes. En efecto -con todo el respeto ecuménico, obviamente- quien conoce aunque solo sea un poco el islamismo sabe que la suya es, sustancialmente, una legalidad donde lo que importa es que ciertas acciones se cumplan y que otras sean evitadas, sin hacerse preguntas acerca de la actitud interior. Aquella que nosotros llamamos «vida interior» se encuentra abatida, como demuestra la persecución al sufismo. Así, entre otras cosas, cada musulmán observante rechazará con desdén beber vino, pero beberá cerveza a discreción, aunque ésta tenga una mayor tasa de alcohol que el vino. En efecto, una antigua fatwa, es decir, una sentencia teológica, ha establecido que, de una vez por todas, la cerveza no esté entre las «bebidas que emborrachan» que el Corán condena, y por tanto el fiel puede consumirla a placer.
La Europa anticlerical
Siguiendo con el tema, hay un filósofo marxista, (o postmarxista, que lo mismo da) que tiene un nombre curioso: Giacomo Marramao. Entrevistado por el periódico italiano «IL Manifesto» sobre la actual agresividad musulmana, ha dicho textualmente: «No olvidemos que la ferocidad del Islam ha nacido como reacción a las cruzadas».
Siempre es peligroso, para quien no es historiador, aventurarse en campos que no son el suyo. Si este filósofo le hubiera echado un vistazo, por ejemplo, a las múltiples obras de un católico, quizá no muy filo islámico, pero si histórico, auténtico y propio de aquel periodo, como es Franco Cardini, se habría enterado de que las cruzadas fueron recibidas por el mundo musulmán de la época como poco más que un pinchazo de aguja. Un conflicto local, considerado por los islámicos como legítimo, y en absoluto «escandaloso»: escandaloso, acaso, sería que los cristianos no intentasen recuperar el sepulcro de su Mesías.
El «descubrimiento» de las cruzadas, olvidadas desde hacía tiempo, ocurre cuando el mundo árabe entre 1800 y 1900 entra en contacto con la Europa intelectual, secularizada y anticlerical, que ha construido con fines propagandísticos antieclesiales el mito del cruzado como fanático y sanguinario invasor. Fueron los «comecuras» franceses, ingleses y alemanes los que «enseñaron» a los musulmanes que debían indignarse por todo lo que les habían hecho unos cuantos siglos antes aquellos malvados católicos. A atizar el odio contribuyeron también los colonizadores y misioneros protestantes, siempre buscando motivos para demonizar aquella «nueva Babilonia» que para ellos era la Roma de los papas.
El rencor por las cruzadas, nacido artificialmente, explotó después de manera irrefrenable con la creación del Estado de Israel: los hebreos europeos en Palestina fueron definidos enseguida como «nuevos cruzados» que había que echar a los leones. Así, paradójicamente, el odio antihebreo revigorizó el odio anticristiano.
Además, al profesor entrevistado le recordamos que el Papa Urbano II ordenó la primera cruzada en 1095. Entre otros muchos datos anteriores, se podría mencionar el año 846, cuando un cuerpo de expedicionarios musulmanes desembarca en las hoces del Tíber y lo remonta, masacrando todo y a todos, y saquea después la basílica de San Pedro y otras importantes iglesias romanas. O también, podemos recordar la fecha del 883 año en el que otra serie de bandas con la bandera verde del Profeta atacaron y destruyeron el monasterio de Montecassino, donde descansan los restos de quien sería proclamado patrón de Europa. Solo dos fechas, entre otras muchas que se podrían añadir, empezando obviamente por la expansión violenta que siguió a la muerte de Mahoma.
El odio a Occidente
Por decirlo muy claro, aunque sea «políticamente incorrecto»: el Occidente moderno no solo ha dado al mundo islámico elementos de su propaganda anticatólica que han terminado por transformarse en odio al propio Occidente, sino también buenos motivos para el desprecio moral.
Vale la pena, ya que estamos, retomar estas líneas aparecidas en el diario «Avvenire» el año pasado. Titular del periódico: «En camino hacia la Meca, peregrinos enfurecidos por el retraso matan al ministro afgano de Transportes. Tras el linchamiento en el aeropuerto, finalmente despegaron hacia la Ciudad Santa». Lo lees, y por momentos intentas imaginar algo así: «Peregrinos en camino hacia Lourdes matan al piloto porque se retrasaba la salida del vuelo. Después cambian de avión y siguen con la peregrinación». ¿Es posible lo segundo que ha leído? Pues lo primero, en cualquier caso, es real.
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