«La cultura atea del Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del miedo a los demonios que ha traído el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo llegara a extinguirse, el mundo recaería en el terror y la desesperación con toda su tecnología, no obstante su gran saber. Existen ya signos de este regreso de fuerzas oscuras, mientras en el mundo secularizado aumentan los cultos satánicos» (Card. J. Ratzinger).
Cultos demoníacos
El creciente interés por el ocultismo, la aparición de sectas satánicas, las noticias de lamentables sucesos en Norteamérica, Inglaterra o Alemania, Norte de Italia o Sur de España parecen ser síntomas de una intensa actividad diabólica en nuestra época.
Con frecuencia aparecen, en los periódicos, historias como la de una mujer muerta tras la práctica de un exorcismo, de unos niños maltratados para expulsar los demonios del cuerpo, o la aparición de restos de animales utilizados en algún aquelarre o reunión de culto al diablo.
¿Qué hay en la raíz de estos sucesos? De una parte hay mucho engaño y superchería sobre personas ignorantes o incultas, pero de otra se puede advertir un agrave deformación de la fe, atribuyendo a los demonios autonomía y poderes que no tienen. Se llega a este culto supersticioso cuando se acentúan los aspectos sentimentales y emotivos de los religiosos; y también por carecer de buena doctrina, cuando en vez de formar la inteligencia con las enseñanzas de la Iglesia se alimenta con increíbles doctrinas.
A los temas demoníacos y de ocultismo se dedica hoy parte de la literatura, música, teatro, cine, etcétera, y no faltan grupos y sectas demoníacos que suponen algo más que un juego. Novelas y películas llenas de escenas de crueldad, de perversiones, de pseudo religión, de blasfemias, etc., permiten pensar que responden a un odio por lo sagrado –típico pecado de Satanás-, a un derribo de la inteligencia para encerrarse en el mundo de los sentidos, que bien pudieran será una verdadera “autopista para el infierno”, rememorando el título de una canción de rock duro.
Cómo en capitales importantes del mundo occidental, hay tiendas donde se vende todo lo necesario para los ritos satánicos: velas, iconografía demoníaca, paramentos, amuletos, etc.; y también cómo en muchos países ha crecido una ola de violencia y locura en forma de sectas sanguinarias que ejercen su violencia sobre animales e incluso sobre niños indefensos. El fenómeno del satanismo va in crescendo y la razón está en la crisis religiosa, en la crisis de valores, en la difusión del escepticismo y la desesperanza. Al agravarse una profunda crisis ética y religiosa, hace que se busque, se adore, se crea en el diablo, que se le considere capaz de donar riquezas, sexo, siempre que nos entreguemos a él. Los individuos plegados por ese mito satánico terminan por ser operadores del mal para sí y para los otros. A todo ello suele ir unido un abuso del alcohol, de las drogas, y contribuye no poco en este culto al demonio el llamado “rock satánicos».
Advertencia de Pablo VI
El año 1972 el Papa VI nos alertó con gran claridad sobre el activismo del demonio en estos años, afirmando que la defensa contra el demonio es una clara necesidad de la Iglesia actual. Por ello será oportuno releer juntos ahora algunas de sus palabras.
«Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudo realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. El problema del mal, visto en su complejidad, y en su absurdidad respecto a nuestra racionalidad unilateral, se hace obsesionante. Constituye la más fuerte dificultad para nuestra comprensión religiosa del cosmos. No sin razón sufrió por ello durante años San Agustín: Quaereban unde malum, et non erat exitus, buscaba de dónde procedía el mal, y no encontraba explicación (Confes. VII, 5, 7, 11, etc., P.L., 22, 736, 739)». Y he aquí, pues, la importancia que adquiere el conocimiento del mal para nuestra justa concepción cristiana del mundo, de la vida, de la salvación. Primero en el desarrollo de la historia evangélica al principio de su vida pública: ¿Quién no recuerda la página densísima de significados de la triple tentación de Cristo? Después, en los múltiples episodios evangélicos, en los cuales el demonio se cruza en el camino del Señor y figura en sus enseñanzas (Mt 12, 43). ¿Y cómo no recordar que Cristo, refiriéndose al demonio en tres ocasiones, como a su adversario, lo denomina como “príncipe de este mundo”? (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). Y la incumbencia de esta nefasta presencia está señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. San Pablo lo llama el “dios de este mundo” (2 Co 4, 4), y nos pone en guardia sobre la lucha a oscuras, que nosotros cristianos debemos mantener no con un solo demonio, sino con una pluralidad pavorosa: “Revestíos, dice el Apóstol, de la coraza de Dios para poder hacer frente a las asechanzas del Diablo, pues toda vez que nuestra lucha no es (solamente) con la sangre y con la carne, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de la tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef 11, 12).
Y que se trata no de un solo demonio, sino de muchos, diversos pasajes evangélicos no los indican (Lc 11, 21; Mc 5, 9); pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero caídas, porque fueron rebeldes y condenadas (Cfr Denz., Sch., 800-428); todo el mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco.
Conocemos, sin embargo, muchas cosas de este mundo diabólico, que afectan a nuestra vida y a toda la historia humana. El demonio está en el origen de la primera desgracia de la Humanidad; él fue el tentador engañoso y fatal del primer pecado, el pecado original (Gn 3; Sb 1,24). Por aquella caída de Adán, el demonio adquirió un cierto dominio sobre el hombre, del que sólo la Redención de Cristo nos pudo liberar.
Es una historia que sigue todavía: recordemos los exorcismos del Bautismo y las frecuentes alusiones de la Sagrada Escritura y de la liturgia a la agresiva y opresora “potestad de las tinieblas” (cfr Lc 22,53; Col 1, 3). Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos también que este ser oscuro y perturbador existe de verdad y que con alevosa astucia actúa todavía; es el enemigo oculto que siembra errores e infortunios en la historia humana. Debemos recordar la parábola reveladora de la buena semilla y de la cizaña, síntesis y explicación de la falta de lógica que parece presidir nuestras sorprendentes visicitudes: Inimicus homo hoc fecit (Mt 13,28).
El hombre enemigo hizo esto. Es “el homicida desde el principio... y padre de toda mentira” como lo define Cristo (cfr Jn 8, 44-45); es el incitador sofístico del equilibrio moral del hombre. Es el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de los desordenados contactos sociales en el juego de nuestro actuar, para introducir en él desviaciones. Mucho más nocivas, porque en apariencia son conformes a nuestras estructuras físicas o psíquicas, o a nuestras instintivas y profundas aspiraciones.
¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? La respuesta es más fácil de formularse, si bien sigue siendo difícil actualizarla. Podremos decir; todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia adquiere un aspecto de fortaleza. Asimismo, cada uno recuerda hasta qué punto la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cfr Rm 13, 12: Ef 5, 11, 14, 17; 1 Ts 5, 8). El cristiano debe ser militante; debe ser vigilante y fuerte (1 Pe 5, 8); y debe a veces recurrir a algún ejercicio ascénito especial para alejar ciertas incursiones diabólicas; Jesús lo enseña indicando el remedio “en la oración y en el ayuno” (Mc 9, 29). Y el Apóstol sugiere la línea maestra a seguir: “No os dejéis vencer por el mal, sino venced el mal en el bien” (Rm 12, 21; Mt 13, 29).
Por tanto, la existencia del mundo demoníaco se revela como una verdad dogmática en la doctrina del Evangelio vivida por los cristianos en cualquier época y no sólo en el medioevo.
No ser supersticiosos
«A lo largo de los siglos la Iglesia ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación excesiva acerca de Satanás y de los demonios, los diferentes tipos de culto y de apego morboso a estos espíritus, etc.; sería por eso injusto afirmar que el cristianismo ha hecho de Satanás el argumento preferido de su predicación, olvidándose del señorío universal de Cristo y transformando la Buena Nueva del Señor resucitado en un mensaje de terror».
Como enseña la teología moral, a la fe se oponen por exceso: la credulidad y la superstición, p. ej., atribuyendo al demonio un poder al margen de la Providencia Divina del que ciertamente carece. Por defecto también se oponen a la fe: la infidelidad, la apostasía, la herejía, la duda y la ignorancia.
Sobre esta última es preciso saber que tenemos obligación de aprender las cosas necesarias para la Salvación o indicadas por precepto divino a través de la Iglesia, y junto a ellas las verdades que son necesarias para llevar una vida auténticamente cristiana y para el recto desempeño de los deberes del propio estado. Por eso, el que descuida por culpable negligencia estos deberes, pone en peligro la fe recibida y comete un grave pecado de ignorancia voluntaria.
La superstición es un vicio por el que la persona ofrece culto divino a quien no se debe –cualquier criatura de dios- o a quien se debe –a Dios, y proporcionalmente a los santos- pero de modo indebido. Por ejemplo hay superstición cuando se atribuye al demonio, a los muertos o a la naturaleza poderes efectivos que no poseen según los sabios designios del Creador. La gravedad de este pecado viene del ultraje que se hace a Dios por dar un honor indebido a los espíritus.
La Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia admiten la intervención de los ángeles buenos y malos sobre este mundo, y la posibilidad de que influyan sobre el cuerpo; pero siempre será permitido estrictamente por Dios en el ámbito de su Providencia y Gobierno del universo.
La adivinación como pecado es la superstición que trata de averiguar las cosas futuras o que están ocultas por medios indebidos o desproporcionados, pro ej., los naipes, las líneas de la mano, los astros, la invocación de los demonios, etc. Este pecado es de suyo mortal contra la religión.
El espiritismo tiene afinidad con la adivinación pues consiste en técnicas para mantener comunicación con los espíritus, principalmente de los difuntos conocidos, para averiguar de ellos cosas ocultas. Hoy día los estudios más serios y documentados sobre el espiritismo llegan a la conclusión de que la mayor parte de los casos se deben a puros y simples fraudes. Sin embargo consideran que un porcentaje mínimo se debe a verdadero trato con los espíritus malignos (magia diabólica), mientras que un porcentaje de casos se explican por los fenómenos meta síquicos, cuyas posibilidades naturales son amplias y no totalmente conocidas aun por la ciencia (parasicología).
La asistencia a las reuniones espiritistas está gravemente prohibida por la Iglesia. Se comprende que sea así por ser cooperación a una cosa pecaminosa, por el escándalo de los demás y por los graves peligros para la propia fe.
La vana observancia es el uso de medios desproporcionados para obtener efectos naturales, aunque no pretende averiguar las cosas ocultas o futuras, por ej., miedo a ciertos números o animales, uso de amuletos, curaciones, etc. Estas vanas observancias son de suyo pecado mortal por la grave injuria que se hace a Dios atribuyendo cosas vanas a la Omnipotencia exclusiva de Dios, y también por pretender gobernar la propia vida al margen de las leyes divinas.
A este orden pertenece la magia o arte de realizar cosas maravillosas por causas ocultas. La magia diabólica o negra solicita la intervención del demonio, y tiene la malicia de la adivinación y de la vana observancia. En cambio, nada tiene de malo la magia blanca, prestidigitación o ilusionismo, que obedece a causas naturales como la habilidad o destreza del que actúa.
Los pecados contra la religión que acabamos de ver –superstición, adivinación, espiritismos, vana observancia, magia- suelen atraer la atención de gentes sencillas y de jóvenes. Cuanto menor es la fe y la formación cristiana de una persona, más posibilidades tiene de caer en prácticas supersticiosas; por eso es preciso conocer bien la doctrina de la Iglesia acerca de las verdades de la fe –mediante el estudio y la meditación- y poner los medios para adquirir una recta conciencia en cuestiones morales que dependen de la fe.
No debe extrañar que la inteligencia diabólica, su odio contra Dios y su envidia a los hombres lleven al demonio a servirse torpemente de la natural curiosidad humana. Algunas personas no se contentan con saber lo que Dios ha revelado ni con lo descubierto por las ciencias; no parecen admitir su limitada condición de criaturas ni creen en Dios y en cambio son crédulas para los horóscopos o las cartas. La verdad es que no salen ganando.
Todos estos pecados contradicen abiertamente el amor a Dios y tienen algo de idolatría, pues como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar todo lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios».
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