Todavía en el 730, la querella iconoclasta provoca graves persecuciones, ahora contra los iconos (imágenes). La crisis dura más de un siglo, los iconoclastas niegan que uno pueda representar hechos sobrenaturales.
San Germán de Constantinopla, san Andrés de Creta, san Juan Damasceno, aún arriesgando su vida, toman la defensa de los iconos en nombre del misterio de la Encarnación: negar que Cristo pueda ser pintado significa negar que tuvo una naturaleza física y que el Hijo de Dios haya sido realmente el Hijo de María. Es negar que Dios haya verdaderamente visitado nuestra historia y que se haya unido a nuestra humanidad para comunicarle su condición divina.
El segundo Concilio de Nicea reunido para cerrar el debate concluyó que es completamente lícito pintar y venerar a los iconos en honor a la Encarnación del Verbo de Dios, haciendo al mismo tiempo distinción entre la adoración debida Dios y la veneración hecha a las imágenes. Sin embargo, después del Séptimo Concilio ecuménico del 787, las persecuciones continuaron y Teodoro el estilita, gran reformador del monaquismo, fue un nuevo mártir.
Finalmente la crisis se termina, y en 843 la ortodoxia triunfa: podemos adorar a Cristo venerando sus imágenes, así igualmente las de María y de los santos y los anatemas condenan firmemente a aquellos que se niegan a hacerlo.
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