El hecho de que actualmente el hombre pase media vida sin la conciencia de su propia muerte, sumido en una especie de euforia y despreocupación, desemboca en su deshumanización. El fenómeno se cuenta entre los efectos culturales de la revolución demográfica.
A mediados de los '90 en Francia el 82,1% de los niños nacidos habían sido deseados en aquel momento, y el 10,5% habían sido deseados pero no en aquel momento -fueron llamados mal planificados-; el 7,4% restante fueron nacimientos no deseados. A mediados de los '60 los nacimientos no previstos y no deseados eran aproximadamente el 42% del total.
Son datos para señalar que fenómenos del mismo tipo son observables en todas las sociedades que han conocido la revolución demográfica por una disminución de la fecundidad, pero también de la mortalidad infantil y juvenil con su desplazamiento hacia la ancianidad.
Ello ha generado la concepción y el nacimiento de los niños individualmente deseados, de manera que la revolución demográfica -que lo es de cantidad- ha desencadenado o más bien permitido una revolución de la calidad.
Y como el niño es actualmente el fruto de una reproducción guiada, querida, y tiene la certeza de vivir, entonces haber sido deseado, ser deseado, creer o saber que se ha sido deseado es la representación racional central de la construcción psicológica del individuo.
En los padres campa la inquietud de mostrarse y mostrar al hijo que éste ha sido concebido por sí mismo, para ser él mismo, una personalidad particular, y que no se trata del fruto de la casualidad acogido sin deseo.
El deseo de un niño se plasma en la autonomía, en la exigencia de autonomización rápida de la personalidad escondida del niño, un mecanismo que también deriva en que el acceso a una "autonomía plena y total" se haya convertido en la norma educativa más importante de la sociedad.
Y muestra las consecuencias: Hacer emerger el yo individual del niño es la norma educativa fundamental del tiempo, y por ello este tiempo es también el tiempo del egocentrismo, que es el producto específico de la individualización moderna.
Esa autonomía a la que accede el niño, después adolescente, es una autonomía psicológica, no social o material. Se desarrolla en un universo de restricciones, sumada a la erradicación de la mortalidad en edad temprana; entonces tal autonomía tiende a generar sentimientos de omnipotencia, entierra la antigua humildad de la juventud en beneficio de actitudes corrientes de desafío, y es una de las causas del desarrollo de la violencia entre los jóvenes.
Esta mezcla explosiva de autonomía psicológica precoz y de sentimientos de omnipotencia produce culturas propias que a su vez devastan las culturas heredadas, las cuales vuelven a ser comprensibles sólo más tarde.
Con todo, la sociedad refuerza el fenómeno de la adolescencia: ésta era el período del crecimiento social por excelencia; actualmente no es más que -como mucho- el período de potenciación de las condiciones de un crecimiento social suspendido sine die, y en todo caso pospuesto. El adolescente se encuentra dotado de un yo llamado precozmente a ser "pleno y total", pero su utilidad queda en suspenso por la propia sociedad.
De esta contradicción, hay que tomar conciencia de un nuevo dato de la vida humana que nos interroga: la muerte de la mortalidad.
La muerte ha dejado de ser la gran educadora; el hombre vive sin la conciencia de la muerte casi la mitad de su vida, un poco como los animales, en una especie de euforia y despreocupación.
Esto significa que, durante una parte de su existencia, deja de lado su humanidad, lo que define su humanidad: la conciencia de la muerte.
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