Desde hace algún tiempo, la libertad religiosa es un tema recurrente en los medios de comunicación, en los escritos del mundo universitario y en declaraciones de gente dedicada profesionalmente a la política. No es infrecuente que el tema se aborde con superficialidad y apasionamiento. Más aún, que se viertan juicios claramente erróneos.
Por ejemplo, se dice sin el menor empacho que cada uno es libre de profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Pero se añade de inmediato que el ejercicio de esa profesión religiosa ha de realizarse en el ámbito de la propia conciencia, y que en modo alguno puede llevarse a la esfera de los diversos campos y actividades profesionales y sociales. Actuar en la vida pública conforme a los postulados de una determinada fe religiosa pondría en peligro la vida democrática de la sociedad y quebraría la neutralidad propia de un estado aconfesional y laico.
Semejante razonamiento pone de manifiesto que se desconoce la naturaleza, los fundamentos y los ámbitos de la libertad religiosa; o -lo cual sería mucho más grave-que se conocen, pero que no se quieren reconocer. El desconocimiento es aún mayor cuando se aborda el papel que le corresponde al Estado en la regulación de la libertad religiosa y cuál es el campo y nivel de actuación de la autoridad civil.
El Concilio Vaticano II aporta una doctrina muy clarificadora y sumamente actual en la «Declaración sobre la libertad religiosa». Allí se hacen, entre otras, estas tres afirmaciones fundamentales. Primera: la libertad religiosa es un derecho inalienable de la persona humana. Segunda: el fundamento de ese derecho es de orden racional. Tercera: el Estado debe respetar y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, pero no le pertenece dirigir o impedir los actos religiosos.
Respecto a la que la libertad religiosa como derecho inherente a la persona humana no puede ser más explícito: «Este Concilio declara -dice el artículo 2 de la citada Declaración- que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa». Libertad que «consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas individuales como de grupos sociales y de cualquier potestad humana». Más aún, debe estarlo «de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella, tanto en privado como en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos».
Respecto al fundamento de esta libertad, también es sumamente explícito: «El Concilio declara además que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal y como se reconoce por la misma razón natural». Consiguientemente, este derecho ha de ser recogido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de modo que se convierta en un derecho civil.
Por último, en cuanto a la competencia del Estado respecto al ejercicio de este derecho de la persona, el Concilio no admite la mínima vacilación: «La potestad civil -cuyo fin propio es realizar el bien común- debe, ciertamente, respetar y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, pero está fuera de su esfera de competencia tratar de dirigir o impedir los actos religiosos».
Tiene especial importancia que el Concilio ratifique que la libertad religiosa es un derecho que conlleva la facultad de unirse a otras personas para formar con ellas comunidades religiosas con el fin de profesar y practicar su religión. Salvadas las justas exigencias del orden público, hay que asegurar que estas comunidades religiosas tengan plena libertad para profesar su fe.
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