El drama de la crisis de la verdad se agrava cuando se desliza la ideología, o esas ambiciones de dominio que tienen que ver con intereses muy concretos y que ponen en peligro muy serio la convivencia pacífica en la sociedad.
Actualmente existe una especie de descuido por la verdad, una indiferencia ante ella y, a veces, miedo a la verdad, cuando se trata de decidir las grandes cuestiones que tienen que ver con el origen o el destino del hombre, con aquellos valores objetivos y universales que fundan el orden moral.
Se ha difundido mucho una mentalidad en la que no se puede pretender que haya una verdad, sino que hay opiniones diversas y que se deben respetar todas esas opiniones, porque todas serían igualmente válidas; esta realidad se proyecta al campo de la verdad religiosa: no existen en materia religiosa verdades objetivas a las cuales se puede llegar a través de un procedimiento honesto del uso de la razón y de apertura de la razón hacia la fe, sino que sólo habría opiniones que sería preciso concordar con tolerancia para convivir humanamente.
En estos casos pareciera que no es posible concordancia alguna. No es posible ponerse de acuerdo. Tampoco se dan las condiciones para llevar adelante un diálogo razonable. Se pretende, en todo caso, imponer modelos y proyectos, hacer prevalecer con poder una actitud hegemónica. Pareciera que hay una especie de alergia a la concordia y, más allá, a lo que está como base de la concordia que es el diálogo imprescindible sobre cuestiones que son opinables, que no se deben absolutizar como si fueran dogmáticas.
¿Cómo es posible tanta liviandad para tratar sobre verdades eternas, que definen la esencia y el destino del hombre? ¿Y por qué tanta discordia y encono para resolver cuestiones temporales, en las que sería posible conseguir acuerdos para encaminarlas sensatamente? En el primer caso todo vale, nada es mejor, ¡viva la tolerancia! En el segundo, el que no piensa como yo es un enemigo.
Me parece oportuno plantear esta contradicción porque la situación debiera ser exactamente al revés, en todo caso. Debiéramos reconocer la verdad donde ella está y, luego, en aquel lugar y en aquellos ámbitos donde no se juega una verdad absoluta sino que son opiniones que pueden coordinarse habría que tener la buena voluntad de sentarse a dialogar, de escucharse, de no limitarse al monólogo y de fomentar aquella inclinación del corazón a la concordia sin la cual no puede haber paz.
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