En nuestros tiempos, la consideración de la política como servicio público está desprestigiada. Maquiavelo inauguró la modernidad, identificando el ejercicio de la política como el arte de mantenerse en el poder, una técnica ajena a cualquier valoración moral de los objetivos perseguidos por la acción política. Después, algunos grandes pensadores de la Ilustración escindieron al ser humano de la naturaleza. Con ese gesto, dieron un paso más allá del que había dado Maquiavelo: el bien no existe fuera de la voluntad del hombre, es el hombre mismo quien tiene capacidad de decidir lo que es el bien, en función de la razón, que guiará –confiaban– sus intereses y su juicio. El siglo XX llevó hasta el final la premisa moderna: el hombre decidirá por su cuenta lo que es el bien y el mal; nada le impedirá afirmar que su acción puede dar por terminada tan molesta distinción.
El relativismo, templado por la razón, acabó con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto. Sabemos el resultado: los centenares de millones de muertos, la destrucción, el sufrimiento y la abolición, que a punto estuvo de ser definitiva, de la civilización a cargo del totalitarismo.
Todo esto parecerá un poco exagerado, por no decir apocalíptico, a la luz del título de este artículo. Efectivamente, hoy en día la política ha caído muy bajo en nuestra consideración, y otro tanto ha ocurrido con quienes la ejercen. La enorme proyección pública de la que gozan los políticos parece desacreditarlos aún más. Suelen aparecer en los últimos puestos en cuanto a la confianza que suscitan entre la gente.
La profesionalización de la política ha llevado a considerar al político un hombre que antepone sus intereses personales para mantenerse en el poder a cualquier otra idea o proyecto. En el mejor de los casos, los políticos representan intereses de sectores sociales más o menos amplios, articulados en partidos que se parecen a las antiguas facciones, enfrentadas en función de objetivos que todo el mundo juzgaba –con razón– ajenos al interés público.
No hay gesto ni movimiento político que no sea interpretado exclusivamente en función del interés del político o de sus representados. Cuanto más altos sean los fines que invoque el político, más desconfiamos de él. Si habla de sacrificio, de moral o se atreve a invocar a Dios, suscitará el escándalo o la burla.
Llegados a este punto, en el que reina el más puro maquiavelismo, es decir, la consideración exclusiva de los medios sin referencia a ningún bien de índole superior y objetivo, ¿es posible restaurar la dignidad de la política, devolviéndole su naturaleza de acción al servicio del bien público? Creo que sí, aunque, como la degradación ha llegado tan lejos, deberíamos plantearnos objetivos concretos y relativamente sencillos.
La democracia, que tan corruptora pareció a muchos de quienes describieron los orígenes de la actual situación, nos proporciona instrumentos valiosos para exigir de los políticos algunas cosas: primero, que elaboren un programa claro e inteligible basado en una visión articulada de lo que consideran el bien público; segundo, que sean leales a ese programa en su acción política; tercero, que en su conducta personal se atengan a los presupuestos morales en los que necesariamente ha de basarse su propuesta política; cuarto, que no mientan en el ejercicio de su cargo.
Se dirá que exigencias como éstas suponen la existencia de un consenso previo sobre el bien público, que reposa a su vez sobre un consenso moral inexistente en nuestro tiempo. Es cierto, pero eso no debe llevar a la parálisis. Es necesario actuar como si ese consenso existiera, o al menos como si fuera posible. Si pensamos que el bien y la verdad existen objetivamente, fuera de nosotros mismos, debemos actuar en consecuencia, sin miedo a lo que una parte tal vez mayoritaria de la sociedad en la que vivimos piense al respecto.
En buena lógica, hemos de proponer al conjunto de la sociedad que asuma nuestros presupuestos mediante los medios que tenemos a nuestro alcance: el razonamiento, la pedagogía, el ejemplo. Incluso si de algún modo comulgamos con el cinismo general, sólo conseguiremos que se restaure la consideración de la política como servicio público si demostramos a los políticos, con palabras y con hechos –con votos, pero no sólo–, que estamos dispuestos a exigírselo. Es la responsabilidad que nos ha tocado. No nos queda otro camino si no queremos repetir, en una forma que será aún más atroz, la barbarie del siglo XX.
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