Las amas de casa, aún de las poblaciones más lejanas, están resintiendo el alza de precios en alimentos básicos. Los economistas avizoran que este panorama no tiene indicios de cambiar a corto plazo. Es un fenómeno típico de la globalización, que rebasa gobiernos e instituciones. La inestabilidad en los precios del petróleo, los subsidios de los países ricos a sus agricultores, el uso de alimentos para producir combustibles, la especulación financiera de las Bolsas, etc., intentan explicar en parte esta crisis.
¿Qué hacer? Se deben denunciar y atacar las raíces estructurales; pero, ¿qué nos toca a nosotros? Es un recurso fácil culpar de todos los males al gobierno en turno y al sistema neoliberal; pero reducirnos a lamentos y críticas no soluciona el problema. Quizá nos consuela aparecer como muy enterados del asunto y con muchas soluciones, pero el sistema no cambia sólo porque nosotros lo exigimos. Debemos buscar alternativas más cercanas y posibles.
Jesucristo nos ordena preocuparnos por quienes no tienen con qué alimentarse. Cuando los corazones están dispuestos a compartir lo poco que tienen, se hace el milagro de la multiplicación; alcanza y sobra (cf Mc 6,35-44). Pero el egoísmo, que hace a unos enriquecerse y ser insensibles ante quienes no tienen qué comer (cf Lc 16,19-31), produce un infierno en la sociedad, por las desigualdades injustas, que hasta guerras pueden generar.
Dios da de comer hasta a los pájaros; pero no en el nido. Tienen que salir a buscar, para no morir de hambre. Si trabajan, nada les va a faltar. Quien no trabaja, no tiene derecho ni a comer (cf 2 Tes 3,10-12).
Hace poco, dijo el Papa Benedicto XVI a los participantes en una reunión de la FAO: "La creciente globalización de los mercados no siempre favorece la disponibilidad de alimentos, y los sistemas productivos con frecuencia se ven condicionados por límites estructurales, así como por políticas proteccionistas y fenómenos especulativos que dejan a poblaciones enteras al margen de los procesos de desarrollo. A la luz de esta situación, es necesario reafirmar con fuerza que el hambre y la desnutrición son inaceptables. El gran desafío de hoy consiste en globalizar no sólo los intereses económicos y comerciales, sino también las expectativas de solidaridad.
Os exhorto a continuar las reformas estructurales que son indispensables... La pobreza y la desnutrición no son una mera fatalidad. El derecho a la alimentación responde principalmente a una motivación ética: ‘dar de comer a los hambrientos’ (cf. Mt 25, 35), que apremia a compartir los bienes materiales como muestra del amor que todos necesitamos y permite combatir la causa principal del hambre, es decir, la cerrazón del ser humano con respecto a sus semejantes que disuelve la solidaridad, justifica los modelos de vida consumistas y disgrega el tejido social, preservando, e incluso aumentando, la brecha de injustos equilibrios, y descuidando las exigencias más profundas del bien.
La Iglesia católica quiere unirse a este esfuerzo. Basándose en la antigua sabiduría, inspirada por el Evangelio, hace un llamamiento firme y apremiante, que sigue siendo de gran actualidad: ‘Da de comer al que está muriéndose de hambre, porque, si no le das de comer, lo matarás’”.
Son necesarias reformas estructurales, sí; pero éstas nos rebasan a la mayoría. En cambio, la solidaridad, que es darse al que está solo, está al alcance de todos, incluso de los pobres. Hay que compartir con quien sufre más que nosotros, y abrir el corazón para estar cerca de quien más padece las consecuencias de la crisis alimentaria. Hay que evitar gastos innecesarios, lujos superfluos, modas transitorias, antojos momentáneos. En vez de consumir tanto refresco embotellado, hacer aguas frescas en casa; en vez de tanto uso de celular, moderación; en vez de gastar en caprichos personales, ahorrar; en vez de ir tanto a los centros comerciales, y gastar por gastar, reducirse a lo indispensable. Educar a los niños y jóvenes en la austeridad, asumiendo por convicción un estilo sobrio de vida.
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