Reflexiones de Monseñor Víctor Manuel López Forero
Durante los últimos años la atención de todos, especialmente de los Medios de Comunicación Social, se ha centrado en el tema del abuso sexual por parte de sacerdotes y religiosos. En mi calidad de Pastor de la Iglesia local de Bucaramanga y como maestro en cuestiones de fe y moral, con el ánimo de orientar y hacer que la verdad brille en todo su esplendor, presento a los fieles de la Arquidiócesis y a las personas de buena voluntad las siguientes reflexiones y consideraciones:
Evidentemente los hechos de pederastia y pedofilia de que se han hecho culpables miembros del clero en diferentes países, también en el nuestro, han sido una campanada para que la Iglesia se proponga el tema en términos muy amplios y comience a elaborar directivas tanto para la admisión de candidatos al sacerdocio como en relación con la disciplina del clero.
No es el caso de pensar en que los Obispos empecemos a organizar sistemas de espionaje contra los sacerdotes, que en su inmensa mayoría son hombres maduros y virtuosos, que en el desempeño de su misión cuentan con la confianza de los superiores y con la aceptación del pueblo cristiano.
La solidez de la formación en el Seminario y la relación permanente del sacerdote con su Obispo y sus compañeros, han garantizado hasta ahora una conducta general y ejemplar del clero, en la que los casos aberrantes son la excepción. Es injusto y desconsiderado, por tanto, generalizar, como lo han venido haciendo algunos medios de comunicación hablados y escritos, “sobredimensionando” los hechos y aprovechándolos para continuar su malévolo y burdo propósito de difamar a la Iglesia, haciendo gala de su ateismo y de su inconfundible radicalismo con tintes de masonería, distorsionando la verdad, y confundiendo a la Iglesia con una ONG o con una asociación cualquiera, desconociendo su naturaleza y su misión: de origen divino y con una misión clara de salvación, para todo hombre y toda mujer venidos a este mundo. Esos “jueces” inclementes y arrogantes, además de negarle su condición de institución con claro reconocimiento internacional, por el bien que hace en todo el mundo, y que merece respeto de todos, creyentes y no creyentes, sin más ni más, por faltas ciertamente muy graves de unos pocos de sus miembros, le han venido dando un tratamiento descomedido, desconsiderado e injusto, y, a veces, descalificándola en su misión y acción.
El sacerdote no es un ermitaño, sino un hombre que inevitablemente vive dentro de un mundo cada día más erotizado, en el que las nociones y valores del sexo han dado un vuelco total, cuyos efectos apenas ahora comienzan a percibirse. No es que el sacerdote, por esa razón, esté pidiendo tolerancia para sus faltas. Pero sí espera algo más de lógica y de sentido humano al juzgar los hechos y al sugerir las penas, especialmente por parte de algunos legisladores y comunicadores, que generalizan y exigen unos castigos violatorios de la dignidad de toda persona humana -así sean criminales– y de sus fundamentales derechos: por ejemplo, castraciones y publicaciones ignominiosas.
Para los que pertenecemos a la Iglesia, una falta como las que comentamos constituye una verdadera pena de familia. Desgraciadamente, entre los comunicadores abundan los que parecen deleitarse con el dolor ajeno y en lacerar la herida todavía sangrante, no siempre buscando el
Cuando en el año 2002 se analizaron en Roma los hechos de pederastia y pedofilia ocurridos en Estados Unidos, por parte del Papa Juan pablo II, se estableció: “No hay lugar en el sacerdocio y en la vida religiosa para quienes dañan a los jóvenes”. Por su lado, los Obispos de Estados Unidos declararon al respecto “tolerancia cero”. Estas directivas, provocadas por el repudio a esos hechos vergonzosos, no pueden significar que al reo se lo prive del derecho que todo acusado tiene a la legítima defensa. Penas tan graves como la expulsión del sacerdocio y la reducción al estado laical, que constituyen la sanción más profunda y degradante para los clérigos de la Iglesia católica, son proporcionadas a la gravedad de esos delitos, pero no pueden ser aplicadas con desconocimiento del derecho natural y canónico, que establece procedimientos apropiados para esos casos.
Recordamos aquí lo que S. S. Juan Pablo II resaltó: “El abuso sexual de menores con razón es considerado un crimen por la sociedad, y es un pecado horrible a los ojos de Dios, especialmente cuando lo perpetran sacerdotes o religiosos, cuya vocación es ayudar a las personas a llevar una vida santa ante Dios y ante los hombres.
Es necesario manifestar a las víctimas y a sus familiares un profundo sentimiento de solidaridad, y proveer a una adecuada asistencia para que recuperen la fe y reciban atención pastoral” (L’Osservatore Romano, Abril 26/2002). Y también el Santo Padre Benedicto XVI recientemente ha dicho a los Obispos Irlandeses en visita “ad limina”: “En los últimos años habéis tenido que responder a numerosos casos desgarradores de abusos sexuales a menores. Estos son más trágicos aún cuando están cometidos por un religioso”.
“En vuestros constantes esfuerzos para gestionar eficazmente este problema, es importante establecer la verdad sobre el pasado” y “tomar las medidas necesarias para evitar que se vuelva a producir” (…) En ese sentido, el Papa pidió "llevar apoyo a las víctimas y a todos los que fueron golpeados por estos crímenes enormes" y llamó "a establecer la verdad de los casos, a fin de adoptar cualquier medida necesaria para prevenir la posibilidad de que los hechos se repitan y garantizar que los principios de justicia sean plenamente respetados ... Es urgente reconstruir la confianza allí donde ha sido traicionada". (Octubre, 28 de 2006).
Los católicos consideramos la sexualidad como un valor y el regalo más precioso de Dios a la humanidad en orden a la vida y al amor humanos. El desorden dejado por el pecado exige que el entendimiento y la voluntad dirijan esta maravillosa fuerza de conformidad con la voluntad del Creador. Por eso nunca se considera este aspecto del ser humano como tabú o menos noble.
La sexualidad en sí misma es buena dentro de las leyes del Creador.
“Varón y mujer” fueron creados por Dios como seres sexuados. Lo masculino y lo femenino configura, en cada caso, todas las dimensiones de la persona humana: lo corporal, lo psicológico, lo espiritual y lo social. La sexualidad, de manera especial, está orientada hacia el matrimonio y la vida conyugal y familiar. La relación íntima de una pareja, que debe ser realizada dentro del matrimonio, es la expresión y el desarrollo de la vocación conyugal a la comunión estable e indisoluble entre el hombre y la mujer, orientada al amor y a la fecundidad responsable en los hijos. El cristianismo ha tenido en gran estima la virtud de la castidad y la aconseja a quienes buscan la perfección en cualquier estado de vida (Cfr. Gn 1, 27– 2, 25).
En la solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los tiempos se inspira en el ejemplo de Jesús cuando acogió a los discípulos: los llamó y dedicó un tiempo a formarlos, en una relación de acompañamiento, de comunión y de amistad profunda. Esta tarea la realiza fundamentalmente el Seminario, en un período no inferior a 7 años, donde se busca que los candidatos, dentro de una atmósfera realmente humana y libre, matizada por un profundo ambiente espiritual puedan vivir una experiencia personal del Señor Jesús y optar por El, de tal manera que como sacerdotes lleguen a ser una imagen viva de Jesucristo cabeza y pastor de la Iglesia, “pobre, casto y obediente”.
La formación humana, particularmente la afectiva, es básica para vivir auténticas relaciones interpersonales y para una opción libre, madura y clara por el celibato. Tal formación, superando las actitudes de egocentrismos y las ambigüedades, lleva al futuro presbítero a alcanzar una ubicación claramente altruista y oblativa. Se trata de una madurez progresiva que mira a las características de las diversas etapas del crecimiento. (Decreto Presbyterorum Ordinis, Nro. 16).
La formación al presbiterado requiere una sana y equilibrada educación sexual para la vivencia de la afectividad, en general; y, en particular, del celibato, como dedicación total al servicio de la comunidad. (Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, No 44).
Cuando un joven manifiesta actitudes afectivas que expresen una clara incapacidad para su opción por el celibato, será orientado hacia una opción distinta. (Normas Básicas para la formación Presbiteral en los Seminario Mayores de Colombia, No. 137).
El sacerdote, aún después de la ordenación, conserva todas las características de su ser sexuado masculino. La Iglesia en su legislación exige que ellas se den como condición indispensable para acceder al presbiterado. La elección y ordenación, por su parte, no suprimen en el ministro las fuerzas que inclinan al desorden y al pecado en el campo de la castidad. El Célibe, como ser humano que es, conserva su fragilidad, aunque tiene la fortaleza de la asistencia divina. El, por tanto, deberá servirse de los medios y ayudas para mantenerse en el camino de la consagración a Dios y de la fidelidad a la palabra dada.
En un ambiente de pansexualismo, que todo lo reduce y orienta al sexo, y libertinaje, como el actual, algunos sacerdotes, que también son hombres de esta cultura y padecen las influencias nocivas de los medios de comunicación, han cometido el delito gravísimo del abuso sexual.
La Iglesia ha defendido siempre la moral pública y el bien común; particularmente busca defender la santidad de vida de los sacerdotes y, por eso, a más de considerar pecado grave el abuso sexual, establece penas y sanciones para este delito. No tienen razón quienes afirman que la autoridad eclesiástica encubre a los ministros que cometen abusos sexuales. El canon 1395 del derecho Canónico, que es la ley de la Iglesia, al respecto, establece:
1. “El clérigo concubinario, exceptuado el caso de que se trata en el c. 1394, (se refiere al clérigo que atenta matrimonio) y el que con escándalo permanece en otro pecado externo contra el sexto mandamiento del Decálogo, deben ser castigados con suspensión (que es la privación del ejercicio del ministerio sacerdotal); si persiste el delito después de la amonestación, se pueden añadir gradualmente otras penas, hasta la expulsión del estado clerical.
2. El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor de dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera”.
El Papa Juan Pablo II, decía a los Obispos y Cardenales de EEUU: “la gente debe saber que en el sacerdocio ministerial o en la vida religiosa no hay lugar para quienes dañan a los jóvenes”. Lo prescrito en el Derecho Canónico no libera al implicado en estos problemas morales de tener que responder ante la autoridad civil.
Las normas dadas previenen para que no se imponga la “cultura de la sospecha”; por eso prevé un auténtico proceso para individuar los hechos y confirmar las pruebas de la culpabilidad ante un tribunal; se insiste en la rapidez del proceso pero se exterioriza la preocupación por que, en las investigaciones previas, se tomen las medidas cautelares para impedir al individuo sospechoso producir daños ulteriores. En los procesos se garantiza la preservación de la santidad de la Iglesia, el bien común y los derechos de las víctimas y de los culpables.
Las leyes de la Iglesia, serias y severas, están concebidas en el marco de la tradición apostólica de tratar los asuntos internos de manera interna, lo que no significa sustraerse a cualquier ordenamiento civil vigente, exceptuando siempre el caso del sigilo sacramental.
La Iglesia, fiel a su maestro Jesús, que es inflexible y duro frente al mal, al pecado y al delito, es comprensiva y misericordiosa con los pecadores que reconocen su condición y quieren de verdad convertirse, porque bien sabe que ella es “sacramento universal de salvación”. La Iglesia no puede, por tanto, olvidar que el mismo Jesús que dijo: “Al que escandalice a uno de estos pequeños más le vale que le cuelguen una piedra de molino al cuello y lo arrojen al fondo del mar”(Mt.18,7); y que de Judas, el traidor, se expresó así: “Más le valdría no haber nacido”(Mt. 26,24), es el que también afirmó que “no había venido a condenar sino a salvar” (Jn. 3,17) y, quien, ante la mujer adúltera, a punto de ser apedreada por sus hipócritas acusadores, los increpó diciendo: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra..”. Y a ella la perdonó exhortándola: “Vete y no vuelvas a pecar” (Jn. 8, 1-11).
Ciertamente, esto ni lo comprenden ni lo acogen quienes no tienen fe y no han aceptado a Cristo: ésos se constituyen en jueces inclementes e inexorables de sus hermanos y no están dispuestos a reconocer sus propias miserias y pecados, como hombres débiles que también son. “Dios no quiere la muerte – la destrucción – del pecador, sino que éste se convierta y viva” (Ez.18, 23). En este contexto es en el que debe actuar siempre la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su divino fundador y maestro de la “verdad sobre el hombre”: Jesucristo.
No pocas veces los medios de comunicación social, al ventilar un problema de un sacerdote o de un religioso, en este plano, generalizan y la mancha de uno la extienden a todos. Este proceder, a más de equívoco y de causar bastante daño, es carente de ética e injusto con la inmensa mayoría de sacerdotes y religiosos que luchan por ser fieles a sus compromisos y dan ejemplo de vida honesta y virtuosa.
Frente a un sacerdote que falla son muchísimos más los que se levantan cada mañana con la intención de ofrecer la vida entera en el servicio a la Iglesia como testigos de Jesús. La primera comunidad cristiana no se centró y se quedó petrificada ante Judas que traicionó al Señor, sino que se fijó y siguió a los once, gracias a cuya predicación y ejemplo la Buena Nueva ha llegado a nosotros.
Merecen reproche los medios de comunicación, que en esta materia y para sentar doctrina, acuden a personas poco solventes moralmente y, menos, autorizadas para opinar sobre el tema.
Un laico ateo o resentido, un clérigo movido por sentimientos de odio y de venganza, o un sacerdote que renuncia a su ministerio por faltas graves en el campo del celibato y la castidad, o un seminarista que por parecidas razones es excluido del Seminario son las personas menos indicadas y autorizadas para hablar sobre la fidelidad sacerdotal. Tampoco se puede tener como doctrina recta la novelesca opinión de un escrito o imagen televisiva que busca celebridad y “se hace propaganda” denigrando de los demás, especialmente del clero y de la Iglesia.
La dureza, la severidad, la sevicia y hasta la morbosidad con que algunos comunicadores enjuician a quien falla en esta materia, hace revivir el episodio de la mujer sorprendida en adulterio que trae el Evangelio de San Juan – ya citado atrás – y despiertan el deseo de repetir la frase de Jesús: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-11). Cuando cada uno tenga el valor de atisbar, aunque sea de lejos, su propia conciencia, enmudecerá y descubrirá la razón que tiene Jesús cuando dice: “El Padre ha entregado al Hijo la misión de juzgar” (Jn 5,22). Con mucha razón asegura el Apóstol Santiago: “¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?” (Sant. 4,12).
Y no sobra agregar aquí, frente al pronunciamiento de algunos “legisladores y comunicadores”, que es, por decir lo menos, ingenuo pensar y proponer como solución a los problemas sexuales de los clérigos y religiosos, que lo mejor es “acabar con el celibato” y permitir que todos se casen. Esto equivale a decir que, como los matrimonios generalmente funcionan mal, se hace necesario acabar con la “institución del matrimonio”, olvidando que la falla no está en la “institución” - que señala el ideal de vida conyugal -, sino en los seres humanos - hombres y mujeres-, que no asumen adecuada y fielmente las responsabilidades y exigencias propias de dicha institución; o, como suele decirse, “la fiebre no está en las cobijas”. El problema es más de fondo y su solución no puede ser menos seria y profunda.
Debe quedar claro a los fieles católicos y a toda la comunidad que los obispos, sacerdotes y religiosos nos sentimos profundamente dolidos y seriamente preocupados por el escándalo dado por algunos clérigos, que, aunque escasos en número, han producido un grave e irreparable daño con sus pecados y delitos sexuales. Estamos convencidos de que a esta dolorosa realidad la única respuesta es la Santidad de vida.
Nos sentimos comprometidos a revivir cada día la conciencia de nuestra consagración, porque, como dice el Apóstol Pablo: “llevamos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor 4,7) y nos vemos cada día más, urgidos de lograr la “configuración con Cristo”, es decir, pensar como él, actuar como él, vivir como él, para conseguir “tener los mismos sentimientos de Cristo y sus mismas actitudes” (Filp. 2,5). Todo eso quiere decir santidad, y para lograrlo, además de nuestro esfuerzo, se requiere el respaldo de la oración de toda la Iglesia. Por eso, los invito a orar sin interrupción a Dios para que todos en la Iglesia cada vez seamos más santos y entendamos mejor nuestra misión en ella, a fin de que, en verdad, aparezca ante el mundo con un nuevo rostro y sea como Cristo la quiere: “Una, SANTA, católica y apostólica”, conscientes de lo que significan las palabras de Jesús: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt.28, 18-20) “y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18).
Bucaramanga, 27 de agosto de 2007.
Victor Manuel Lopez Forero
Arzobispo de Bucaramanga
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