El Partido Liberal Flamenco de Bélgica ha presentado un proyecto de ley para ampliar la ley de eutanasia aprobada en 2002, para que esta práctica anti-vida también pueda aplicarse a niños y a personas dementes.
Así lo informó el diario español Hoy en su edición en línea recientemente. En la nota explican que en la ley ya aprobada, la eutanasia está permitida "únicamente para adultos y en determinadas circunstancias: patología terminal o enfermedad que ocasione gran sufrimiento y dolor. Fue el segundo país europeo en contar con legislación de este género, después de Holanda".
Tras haberlo intentado en 2004, los liberales belgas insisten en este proyecto anti-vida en donde incluyen "los casos de personas con actividad cerebral muy disminuida por demencia o accidente, aunque estas personas deberán haber expresado por escrito su voluntad".
"Las propuestas de los liberales comprenden también una disposición que obliga a los médicos a remitir pacientes que quieran ser sometidos a eutanasia a otro doctor si ellos mismos no quieren llevarla a cabo, así como permitir que sea el propio paciente quien pueda practicarse la eutanasia", señala Hoy.
El senador liberal Jean-Jacques de Gucht es el promotor de la iniciativa y considera que sus propuestas podrían ser apoyadas por otros partidos, del mismo modo en que hace cuatro años pensaban sus compañeros de partido, los también senadores Paul Wille y Jeanine Leduc, que plantearon el tema sin éxito.
Repasemos lo que sucedió en la Alemania Nazi
Origen ideológico de la política nazi en los ’30 para los enfermos mentales, que a partir de 1942 derivó en los grandes centros de matanza a escala industrial, donde el médico pasó a ser un asesino con diploma.
La combinación de estos dos términos parece una incongruencia, pues la esencia, la misión misma de la medicina es salvar vidas, aliviar los sufrimientos. ¿Cómo pudo darse en la Alemania nazi tal monstruosa combinación?
Para ello es necesario remontarse un poco a épocas anteriores, especialmente al siglo XIX, que fue cuando se comenzaron a elaborar teorías que luego pudieron ser implementadas. Por supuesto que ya mucho antes se sabía que había seres humanos de diferentes aspectos. Cuando los europeos llegaron a América pudieron comprobarlo, pero recién en el siglo XIX, gracias al trabajo de ciertos antropólogos, se llegó a la conclusión que las diferencias implicaban también juicios de valor. Había seres humanos cuyas vidas valían menos que otras. Y de allí también una serie de conclusiones sociales: su estado de pobreza o atraso, no era circunstancial, sino algo orgánico que jamás podía ni debía ser cambiado, si no se quería violentar las “leyes objetivas” de la naturaleza.
La Revolución Francesa alteró esos conceptos al declarar como un principio universal la igualdad de los hombres ante la ley, además de sancionar los principios de libertad y fraternidad. Algunos círculos sociales consideraron que esos principios atacaban e intentaban destruir costumbres y modelos sociales aceptados desde tiempos inmemoriales. Además, el vertiginoso desarrollo industrial y urbanístico creó una serie de problemas sociales: hacinamiento, enfermedades sociales se hicieron presentes. Pero curiosamente, no se culpó a las nuevas condiciones creadas por el industrialismo de ser responsables. Los enfermos mismos, es decir, las víctimas, pasaron a ser los culpables, por ser pobres y enfermos, pues eso era una señal de su “inferioridad racial”, un signo de degeneración hereditaria. Se creó una nueva “pseudo-ciencia” llamada higiene racial, cuyos ideólogos fueron psiquiatras y antropólogos. Ellos proporcionaron los instrumentos ideológicos para una solución biológica a un problema que era eminentemente social. No era la enfermedad la que debía ser eliminada, sino sus portadores. Con la llegada de los nazis al poder en 1933, se crearon las condiciones para que estas ideas asesinas pudieran ser puestas en práctica. Como es sabido, ya en 1933 se ordenó en Alemania que cierta categoría de personas fuesen esterilizadas a fin de que no pudieran reproducirse y propagar sus “taras hereditarias”. Ya en 1923 Hitler había anunciado que había que prohibir los matrimonios entre alemanes y extranjeros, en particular con negros y judíos.
Alemania requería remedios violentos, tal vez incluso “amputaciones”. Todas esas medidas producirían una depuración racial. En la última página de su libro Mi Lucha Hitler decía: “Un estado que en una época de contaminación de las razas vela celosamente por la conservación de los mejores elementos de la suya, un día debe convertirse en el amo de la Tierra”.
Estas ideas, por sí mismas no fueron la fuente del desastre. Cuando en 1947 se estaban juzgando a esos médicos asesinos, dijo Alexander Misterlich, el delegado oficial de la cámara de médicos de Alemania Occidental: “Antes de que tales ideas pudieran traducirse en hechos monstruosos y en rutina diaria, tuvieron que cruzarse dos corrientes cuyos resultado fueron que el médico pasó a ser un asesino con diploma, autorizado no para curar sino para matar. El ser humano dejó de ser una criatura sufriente: pasó a ser un “caso” o un número tatuado en el brazo.
A esto hay que agregar las graves consecuencias de las crisis económicas y políticas que afectaron a Alemania durante buena parte de la década del veinte y sobre todo a comienzos de la década del treinta, con su secuela de reducciones presupuestarias para atender la salud de la población. El resultado fue que miles de médicos comenzaron a afiliarse al partido nazi. Muchos que llegaron a dicha profesión llevados por el idealismo, rápidamente sintieron las limitaciones que la ciencia les imponía. Se comenzó a abrir paso la idea de que habían no solo seres inferiores que deberían ser esterilizados, sino que tenían que ser totalmente eliminados, porque eran “consumidores innecesarios e improductivos” a los que habría que mantener hasta que murieran naturalmente.
Aún hoy en día se escuchan opiniones de los herederos de tales ideas. Dicen, por ejemplo, que se debe proceder a la “discontinuación de tratamientos sofisticados aplicados a personas mayores de 75 años con el fin de prolongar sus vidas”.
Pero no se trata de la Alemania nazi de los años treinta sino de los Estados Unidos en las décadas del ochenta y noventa.
Ya durante los primeros años del régimen nazi, se comenzó a realizar una profunda campaña por medio de posters que demostraban la cantidad de dinero creciente que el Estado debía gastar para mantener a niños defectuosos, frente a sumas muchos menores que se dedicaban a los niños sanos. El objetivo era claro. Si ese dinero se dedicara a los niños sanos, estos podrían desarrollarse mucho mejor. Eran los enfermos y portadores de enfermedades genéticas los culpables por esa situación. Y por si eso fuera poco, en otro póster había figuras humanas: un hombre adulto cargaba sobre sus hombros dos criaturas deformes, con rostros de monos. El peso de ambos niños lo agobia.
La guerra: una oportunidad para el asesinato
El 1ro. de Septiembre de 1939, el mismo día en que Alemania atacó a Polonia, Hitler firmó un decreto que autorizaba a los médicos psiquiatras a solicitar informes a las instituciones para enfermos mentales y entregar a aquellos, que a su juicio, no tenían una cura previsible, no podían trabajar, pero también se incluían otras personas que en otra sociedad no hubieran sido considerados enfermos mentales: depresivos, no conformistas o incluso presos políticos. Ese programa, como todos los planes asesinos implementados por los nazis recibió nombres en clave. Este mal llamado plan de eutanasia, recibió el nombre clave de T-4, porque la oficina central del mismo se encontraba en la calle Tiergarten 4 de Berlín. Curiosamente “Tiere” en alemán significa animal, fiera. El edificio fue luego totalmente destruido por bombardeos.
Los directores de instituciones psiquiátricas recibieron cuestionarios donde se les preguntaba acerca del tipo de enfermedad, tiempo de internación y capacidad para el trabajo. A los directores se les dijo que esas preguntas tenían que ver con la economía de guerra, pero no acerca del objetivo último. Luego de reunidos los cuestionarios, una comisión de tres médicos, sobre un total de treinta que formaba el equipo, visitaba los establecimientos y decidía quien viviría y quien moriría. Estos últimos inmediatamente eran transportados a centros de matanza donde eran asesinados por medio de gas. El proceso de matanza comenzó el 9 de octubre de 1939 y se prolongó hasta agosto de 1941, cuando estalló una ola de protestas, lideradas por el arzobispo von Galen. Según un cálculo estadístico preparado anteriormente, sobre una población de setenta millones con la que entonces contaba Alemania, se tenía por aceptado que el 0,01% eran enfermos mentales incurables. Hasta la fecha de la suspensión temporaria de los asesinatos, deberían haber asesinado a 70,000 enfermos. Con una típica pedantería germana informaron que lamentablemente ese número ¡había sido superado en 243,000 personas!, es decir, habían superado la marca que habían establecido.
Sin embargo, las matanzas no cesaron, sino que fueron suspendidas para tomarse un tiempo y estudiar nuevas medidas. Se pensó en aplicar nuevos criterios de selección, incluyendo en las listas de futuros candidatos para ser asesinados a los enfermos tuberculosos, personas mayores incapaces de trabajar y que no podían permanecer mucho tiempo en un mismo trabajo. Todos fueron igualmente considerados minusválidos, cuyas vidas carecían de valor para la economía alemana. Existía además el formidable pretexto de que, debido a la guerra, se necesitaban más y más camas en los hospitales alemanes para atender a los heridos de guerra. Lógicamente quedaba abierta la pregunta: ¿Qué pasaría con esas víctimas de guerra que no pudieran trabajar o resultaran con una grave enfermedad mental, como consecuencia de su participación en la guerra? Matarlos resultaba más barato que mantenerlos con vida. Pero también corrían la misma suerte los pacientes que estaban detenidos legalmente por virtud de una condena o aquellos de origen judío, es decir personas que como resultado de su clasificación social o racial no necesitaban de ninguna resolución médica para ordenar su asesinato.
Mientras tanto, los responsables de la ejecución de dicho plan, ante el requerimiento de los médicos, se avinieron a emitir instrucciones más precisas a fin de reducir el número de pacientes mentales crónicos, aunque tomaron en cuenta la posibilidad de realizar previamente una terapia intensiva.
Incluso pensaron en abrir dos departamentos dedicados a la investigación neurológica y psiquiátrica básica, planeando también emitir su propia publicación científica con los resultados de sus investigaciones. Estos planes debieron ser encajonados debido a la gran ola de derrotas que comenzaron a suceder a partir de 1942. Sin embargo, a medida que la guerra fue ampliándose, el plan T.-4 encontró la posibilidad de incluir a más y más gente en la categoría de posibles víctimas, extendiendo su campo de acción mucho más allá de los simples enfermos mentales. Los criterios para las matanzas clínicas se fueron extendiendo, abarcando ya no solo el antiguo territorio alemán, sino a todos los internados en las clínicas de la Unión Soviética, sin ninguna excepción. Se podría decir irónicamente que allí, además, los enfermos mentales sufrían de otra enfermedad incurable: eran comunistas.
En cuanto a Alemania, los desastres de la guerra, los enfermos y heridos traídos de los frentes de guerra, los civiles víctimas de raids aéreos, también presentaban serias perturbaciones mentales, por lo que fueron trasladados a instituciones para enfermos mentales, donde se les dio muerte, no con gas sino mediante el uso de sobredosis de tranquilizantes.
Como puede imaginarse estos asesinatos realizados por médicos, que nacen en la eutanasia, fueron rápidamente utilizados. Con la experiencia acumulada en matanzas de enfermos mentales, y otros, se pudo con toda lógica pensar que esos mismos métodos se podrían aplicar en mayor escala, a escala industrial. Así fue como ya en 1941, hicieron su aparición unidades móviles en Croacia, el primer país donde se usaron esos métodos para matar a gran cantidad de gente; luego en Chelmno, en Polonia a fines de 1941 y finalmente, a partir de 1942, con la construcción de los grandes centros de matanza a escala industrial en Auschwitz-Birkenau, Maidanek, Belzec, Sobibor y Treblinka. Allí, con métodos totalmente industrializados se podía asesinar a millones de victimas, a las que conducían desde todos los rincones de Europa. No todas las víctimas fueron judíos. Gitanos, homosexuales, enemigos políticos y toda una gama de gente indeseable, como por ejemplo prisioneros de guerra soviéticos, fueron asesinados en las cámaras de gas. Pero todos los judíos eran candidatos a ser víctimas.
Y para finalizar, dos detalles interesantes: el personal que trabajó en un principio en la matanza de enfermos mentales en Alemania, debido a su experiencia fue el que entrenó más tarde a los que accionaron los grandes campos de exterminio, y segundo, no todos los médicos que participaron en esos asesinatos fueron condenados o sufrieron largas penas. Algunos fueron condenados y ejecutados. Otros, muy pocos, llegaron a entender la monstruosidad que habían cometido y se suicidaron antes de ser juzgados. Muchos, lograron hacer importantes carreras médicas, como si nada hubiera pasado. Su conciencia no los molestó jamás. Uno de ellos, Joseph Mengele, huyó a la Argentina y abrió un laboratorio de análisis clínicos, porque la Universidad de Munich invalidó su diploma de médico. La justicia argentina se negó a extraditarlo.
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