De pequeños nos enseñaron en el colegio el martirologio, ese catálogo de seres excepcionales que a lo largo de los siglos, y en el nombre de Dios, fueron entregando sus vidas por mejorar la de sus semejantes. Se nos educó en un pensamiento fuerte, lleno de convicciones, que con el pasar de los años fuimos afirmando, rechazando, adaptando o de todo un poco, para volver, en muchísimos casos, a lo fundamental de la creencia, que desde hace dos mil años se imparte en el libro del Nuevo Testamento, esencialmente en los Cuatro Evangelios, que son como si las distintas, preciosas y dispersas piezas del Antiguo Testamento se hubiesen colocado milagrosamente en orden, mostrándonos la verdad de forma clara y precisa. La verdad de siempre y para todos los siglos.
Ahora vivimos una época en la que pretende introducirse un pensamiento débil, el llamado pensamiento postmoderno y en esta nueva edad lo que se nos propone es simplemente sobrevivir contentándonos a lo sumo con un mediano pasar. Ese mediano pasar que impide pronunciar las cosas por su nombre para no ofender a quienes pretenden borrar de la faz de la tierra los grandes principios de nuestra religión católica. A lo sumo se nos tolera una «religión discreta», una religión que no moleste, con su discurso cristiano, en la ciudad alegre y confiada. Una religión que no denuncie lo que está pasando en gran parte del mundo, como la dramática situación del cristianismo en China. Una religión que mire para otro lado en los países árabes y en gran parte de las naciones musulmanas donde el catolicismo debe practicarse poco menos que en catacumbas, con peligro de la propia vida, aunque, eso sí, nosotros les demos en Occidente a esos mismos musulmanes todo tipo de facilidades para que propaguen aquí sus siniestras enseñanzas contrarias a nuestros principios de igualdad y libertad. Y para coronar la persecución o, mejor dicho, para silenciar la religión, en los países democráticos hemos reducido las creencias religiosas a una cuestión privada y nos molesta, incluso, que se recuerden nuestros orígenes. Orígenes que son cristianos y, anteriormente, judíos, la fe de «nuestros hermanos mayores», que también es parte de la nuestra.
Aunque algunos se empeñen en denostar a la Iglesia Católica fijándose en casos escandalosos aislados, no se olvide que ha sido el cristianismo, y especialmente, la Iglesia Católica, quien ha ido forjando a lo largo de los siglos el respeto al individuo, especialmente de niños y jóvenes, la dignidad de la mujer, la promoción de los derechos humanos, la consecución de la justicia social o la paz universal. En los días de Navidad no está de más que los católicos recordemos nuestra Iglesia, «las campanas de la Iglesia del pueblo», nuestros orígenes en suma. Quien niega sus orígenes -tenga fe o no- acaba por desconocerse a sí mismo.
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