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LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO, SUS PELIGROS Y ALCANCES

martes, 8 de febrero de 2011

El Islam agonizará

En los años setenta parecía que en la Iglesia no había nada más importante que enfrentarse con el marxismo. Como han demostrado después los hechos, uno de los errores ha sido tomarse demasiado en serio esta ideología que, para quien quisiera ver, estaba ya al borde del precipicio, mientras para muchos cristianos (que la habían descubierto recientemente) era como una especie de primavera para el futuro del mundo. Un error de perspectiva que afectó no sólo a algunas franjas contestatarias (los de mi edad recordarán a los «cristianos para el socialismo», entre otros), sino a la mismísima cúpula de la Iglesia: la «ostpolitik» de Pablo VI, la política de diálogo, de acuerdo, de distensión hacia los regímenes de «socialismo real», partía de la convicción de que aquellos déspotas gozarían de un tiempo ilimitado. Era necesario ponerse de acuerdo con ellos a cualquier precio para crear un espacio de supervivencia para la Iglesia.

En cualquier caso, el foco de interés hoy parece estar en aquel islamismo que, desde mediados del siglo XX, era visto por muchos occidentales como una especie de fósil para subdesarrollados, confinado en la franja de los trópicos. Ahora, en cambio, corremos el riesgo de sobre-valorar su potencia y su futuro. ¿Un error de perspectiva, como el del marxismo? Es posible, dado que, al salir de su contexto tribal y esparcirse por Occidente, el islamismo tendrá que vérselas con nuestros «venenos», con nuestros racionalismos, secularismos y laicismos.

Mucho por andar. El Islam tiene seiscientos años menos que el cristianismo. Debe todavía atravesar las fases de Reforma, de Renacimiento, de Ilustración y de Cientifismo a las que la fe en Cristo ha podido hacer frente, saliendo viva de todas, aunque con crisis y pérdidas. La Escritura judeo cristiana ha «sobrevivido» al asalto devastador de la crítica racionalista. Deberíamos preguntarnos que sucederá cuando el Corán sea agredido y viviseccionado por los «expertos», con el trabajo y el ensañamiento que cierta investigación académica occidental ha dedicado a la Biblia. En cualquier caso, la crisis del Islam, en contacto con nuestros ácidos disolventes (los mismos que han corroído el marxismo hasta destruirlo) y con los valores de una civilización impregnada por dos milenios de cristianismo, será un proceso largo y dramático. Los de mi generación no verán su desarrollo, pero pueden intuir sus líneas, reflexionando sobre las dinámicas internas que guían, desde el principio, la fe musulmana, a la que contemplan a menudo los cristianos atribuyéndole categorías propias. Pienso en el concepto de diversidad, sobre todo en su aspecto «misionero», y me pregunto si existe algo parecido en el Islam. En realidad, los musulmanes no han tenido nunca un apostolado organizado, ni estructuras misioneras como las ha tenido, y las tiene, el cristianismo. Es más: como veremos, han intentado desalentar las conversiones al Islam. Los historiadores son unánimes a la hora de afirmar que Mahoma murió sin prever en modo alguno el desarrollo que iba a tener la fe que predicaba, pensando que se dirigía exclusivamente a los habitantes de la península arábiga. Quería darles una fe monoteísta, arrancarlos de las supersticiones paganas, y darles una comunidad, como la que tenían ya judíos y cristianos.

La extraordinaria, imprevista expansión árabe tras la muerte del Profeta no sucedió -como cuenta el imaginario popular- al grito de «¡Cree o muere!». Que no fue así lo demuestran también las minorías cristianas y judías que sobreviven tras más de mil años de dominación musulmana. En realidad, los árabes no fueron a la guerra para convertir a la fe a los incrédulos, sino para someter bajo su dominio las tierras conquistadas. Tras las matanzas iniciales, establecían con los vencidos un verdadero «contrato de protección» que se basaba en dos puntos: pagar un tributo y aceptar la pública humillación, reconociendo los privilegios de los vencedores. Encontramos muchas de estas «cartas de protección» (en realidad, de «dominio») en los países cristianos invadidos.

Obligaciones y humillaciones. Entre las obligaciones, estaba la prohibición de tocar las campanas, de mostrar en público la cruz, de construir nuevas iglesias y conventos, de erigir casas más altas que las de los discípulos de Mahoma, de hospedarlos gratuitamente en su peregrinación a La Meca. A estos deberes y humillaciones se les unen dos que parecen desconcertantes: la prohibición de leer el Corán y de enseñarlo a los hijos. A veces van más allá, imponiendo a cristianos y judíos conservar su religión bajo pena de muerte en caso de abandono. Para explicar estas medidas (incomprensibles para un cristiano), existen también razones económicas. La «protección» tenía un precio, y muy alto: las tres cuartas partes de las ganancias de los desventurados «protegidos». Sólo ellos pagaban los impuestos. Los musulmanes, en la medida de lo posible, eran mantenidos. De aquí la prohibición a los no árabes de entrar a formar parte de la casta privilegiada. Cada converso más era un contribuyente forzado menos. Nada, por tanto, de «¡Cree o muere!». Sino más bien «¡Paga y sobrevive!». Nos regalan los oídos, desde hace tiempo, hablando de la «tolerancia musulmana» (por ejemplo, en España) contraponiéndola naturalmente a la «intolerancia» católica. Pero estos apologetas de Alá olvidan explicar (o lo ignoran) cómo fueron las cosas: por una parte, los explotados, por otra, la élite de los patrones que vivían como parásitos, vigilando para que las otras religiones sobrevivieran y poder así seguir librándose del fortísimo tributo.

En la época de la siembra, por ejemplo, los soldados del emir vigilaban y tomaban la mies directamente, en el campo. Nada de «tolerancia» por tanto, sino cínico interés económico. Los turistas que visitan admirados las grandes mezquitas o los palacios de los emires musulmanes, como la Alhambra de Granada, no saben que aquellas maravillas se erigieron matando de hambre a los «protegidos». Si, en el mundo cristiano todo se ha erigido con el dinero de las limosnas voluntarias de los creyentes, todo, o casi todo, en el mundo musulmán ha sido construido con los sacrificios impuestos a los creyentes, pero de otras religiones. Una realidad ignorada en muchos discursos de cierto tercermundismo occidental.

El «rodillo» matrimonial. ¿Cómo se entiende, entonces, la lenta pero inexorable islamización de tantas vastísimas regiones como por ejemplo el norte de África u Oriente Medio, sedes de cristiandades problemáticas, cierto, pero siempre florecientes? Precisamente el ser problemáticas explica por qué a los invasores árabes se les han abierto las puertas: mejor ellos (de los que, a menudo no conocían la doctrina) que la dependencia de Bizancio o la lucha entre varias sectas e Iglesias. Cuando los creyentes de Alá se hicieron dueños de la zona, sólo las primeras generaciones cristianas y judías soportaron el apabullante estatuto de «protegidos». Serlo no significaba sólo tasas y humillaciones, sino exclusión de cualquier papel en la vida social, reservada exclusivamente a los musulmanes. Actuó también, con potencia, el rodillo de la implacable ley matrimonial: quien se enamoraba de una mujer islámica debía convertirse también él para poder casarse con ella. Sin embargo, el musulmán que se enamoraba de una cristiana, desde el momento de la boda ella se convertía en compañera en la fe musulmana. En cualquier caso, el paso al Corán era -y es- irremediable.

Alguno ha comparado ya el Islam con una trampa: fácil y agradable la entrada, que no requiere catecumenado alguno, sino sólo recitar ante dos testigos la convicción de que sólo hay un Dios, Alá, y que Mahoma es su profeta. Pero con una salida, como toda trampa, imposible: pena de muerte, sin excepción, para quien, una vez dentro, quiera abjurar, renegar de la nueva fe.

Poco o nada, por tanto, se debe en el Islam a una obra «misionera» o de «apostolado» para la cual han faltado desde siempre las estructuras. Falta la «pasión por convencer» que desde los inicios ha caracterizado al creyente en el Evangelio.

Deberíamos ser conscientes de esta lección de historia: más que de «convertir», el mundo musulmán ha tenido, desde siempre, el deseo de «someter». Y es él mismo sólo allí donde existe como amo y donde hay forzosos «protegidos». La diáspora no es su hábitat. De aquí mis dudas fundadas sobre la posibilidad de tomar un Occidente donde no será fácil poner a todos bajo el imperio de la medialuna y de los verdes estandartes del Profeta.

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